Los pedazos


-Todo va a estar bien- susurró mientras le acariciaba los cabellos ondulados.

Uno a veces es torpe, porque mide el mundo según los propios ojos y, aunque nos resulte difícil de comprender, los nuestros no son los únicos ojos. Despertamos todos los días y comenzamos a rodar la novela más dramática, ésa que desconocemos su final sin embargo nos tiene como protagonista. Pero, si todos están viviendo su novela ¿en qué capitulo comienza la trama?

-El otro día soñé con vos, tengo ganas de contarte lo que siento pero no sé si tengo las palabras correctas para hacerlo. Tengo miedo, y el miedo me paraliza.
-Podés hablar conmigo, yo estoy acá. Vos sabés que sí.

Hay un recorrido que los separa, un trayecto no muy extenso entre la existencia de uno y la existencia del otro. Casi como un juego de niños, casi como si se tratara de las escondidas en el patio de atrás, ahí, donde todo-absolutamente todo- está permitido.

-Me duele mucho, algo está mal.
-¡Mamá! ¡mamá! ¡Llamá a un médico! ¡Llamá!
-¿Sabés que te amo? ¿Sabés que si no te hubiera conocido no le encontraría sentido a esta vida?
-¿Qué decis? Yo también te amo, ya viene la ambulancia. Todo va a estar bien.
-Me siento mal, me duele abajo. No me puedo mover. Me duele mucho.
-Quedáte tranquila, todo va a estar bien- miente, llorando.

La angustia es ése golpe seco que se siente justo en el medio de la panza, y que cada vez duele más. La primera vez que tuvo angustia fue a los 4, en la salita de infantes. Los padres recogían uno a uno a los niños, él estaba listo aferrado a su bolsita de colores. Ansioso, porque la ansiedad es la primer invitación para sentir angustia. Como cuando el 10 del equipo contrario viene gambeteando jugador por jugador hasta llegar al arco, ansiedad… ahí está, y patea, y marca un gol. Tu equipo pierde el campeonato, angustia. ¿Se siente la angustia?.

-Mami, ¿De dónde vienen los bebés?
-¿Cómo?
-¿De dónde vienen los bebés?
-Bueno, el papá quiere mucho a la mamá, y la abraza y le deja su semilla. La semilla crece en la panza de mamá hasta que ya es muy grande  y tiene que salir. Y nace un bebé.
-¿Cómo que la abraza?
- Si, la abraza. Con mucho amor, hijo. La abraza con mucho amor.

El juego de las luces rojas de la ambulancia la distrae, la sirena ensordecedora no le permite perder el conocimiento por completo. La sangre que no tiene y que le falta está provocándole convulsiones. Él se aferra a su mano, llora. Simplemente, llora.

-¿Me pasas el azúcar?
-Pero abuela, ya le pusiste a tu té.
-Pero quiero más. ¿Me podés pasar el azúcar?
-Es que te va a hacer mal.
-¿Cómo sabés vos lo que me puede hacer mal a mi? Tengo 73 años más que vos. Algo tengo que saber. El azúcar, por favor.

Ese gesto hipócrita de amor anestesiado, de comprensiva pena, de congoja temerosa por el respeto que se pierde, ese gesto tiene en la mirada. Amar también es decir no. Amar también es decir NO, ¿entendés?
-Lo lamentamos de verdad, no pudimos hacer nada. No resistió.
-¿Cómo que no resistió? ¿Se murió?
-Hicimos todo lo posible, pero no pudimos salvarle la vida. Pueden pasar a verla, está un poco desorientada pero ya se despertó. Les pido cautela.

A veces, cuando medimos las desgracias de esta vida somos poco objetivos simplemente porque las medimos con nuestros ojos de chimpancé evolucionado con amplio dominio del lenguaje. Pero algunas cosas de esta vida, y de la otra que nos sigue, son tan perturbadoras que no se pronuncian.

El casi niño, pequeño como la palma de la mano de su casi padre, yace sin la vida –que nunca llegó a tener- en una bolsa gris en un cesto verde con una leyenda amarilla: Residuos Patológicos.

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