El comienzo de todo

Mi madre siempre cuenta cómo abuela, al enterarse que estaba embarazada nuevamente, le recriminaba su irresponsabilidad: "apenas podés con uno, y ahora traés a otro chico al mundo, ¿con qué necesidad? te aviso que yo no te lo voy a cuidar".
Dice madre que fueron 9 meses de puro reproche, mientras yo me gestaba inconsciente dentro de su vientre. 
Resulta que en el día de mi natalicio, abuela dijo segura de su postura "yo no voy, me quedo en casa". Así fue cómo mis primeras horas de vida estuvieron marcadas por la orfandad de mi abuela.
Sin embargo, al día siguiente, fue presa de la curiosidad y se dirigió al sanatorio donde aún nos encontrábamos con mi madre.
-¿A dónde está la chiquita? La vine a conocer.
Yo ,recién nacida, no tenía muchos lugares para estar, y con apenas algunas horas de vida ya había definido mi lugar favorito: los brazos de mamá. Estaba ahí, envuelta en una mantita descansando la cabeza sobre el pecho de mi progenitora, escuchando sus latidos por fuera, latidos que alguna vez escuché por dentro.
Abuela me levantó y me conoció.
-¡Pobre bebé! ¡Tan peludita, y negrita! nadie me la va a querer. Venga con la abuela, que yo la voy a cuidar.
Sí, no tuve la suerte de nacer con la gracia de la belleza física, de hecho, mi piel estaba llena de pelitos oscuros, y en mi cuerpo moretones propios de haber estado encapsulada dentro de otro humano tantos meses. Mi abuela dijo que parecía un monito, un monito y encima feo.
Podría quejarme de mi suerte por no haber nacido rosadita con ojos verdes al mejor estilo de los hijos de Pampita o de la China Suárez -vaya comparación-, sin embargo, tal suerte fue lo mejor que me aconteció en la vida: abuela nunca más me quizo soltar.
Crecí entonces escuchando historias, anécdotas, comiendo rico, saboreando la sopa -que actualmente es mi plato favorito-, y admirando la belleza que tienen los pájaros, las flores y los árboles. Amando lo simple y lo cotidiano.
Crecí jugando a las sombras en la pared, y hablando poco, pero aprendiendo de todo. Es que abuela tenía el don de no hablar pero enseñar mucho.
Mi actividad favorita con ella, que todavía recuerdo con mucha nostalgia, son nuestras tardes bajo los rayos del sol, en medio del patio plagado de rosas y otros encantos, y en imperioso silencio disfrutar de mandarinas dulces, y cada tanto cruzar nuestras miradas para recordar que no hacen falta las palabras para decirnos cuánto amor nos tenemos.
En medio de esta escena de cine mudo, siempre aparecía un picaflor colorido, contento. y con un pico extremadamente largo con el que se disponía a succionar el néctar de las flores del jardín de mi abuela. Y nos poníamos contentas con su visita, como 2 niñas -aunque yo si lo era- y disfrutábamos de su estadía hasta que alzaba vuelo y se perdía en medio del cielo azul.
Siempre vuelve, inclusive en la actualidad. Pero desde que abuela murió, cuando lo veo, me gusta pensar que ella también vuelve. Y está ahí, de nuevo, con sus ojitos dulces diciéndome "te quiero".
Decidí entonces, que el jardín le quedaba chico. Que era mejor llevarlo en la espalda, para que me cuide el corazón, para que me abrace el alma.




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