Tiempo Muerto


Le reniega el corazón  por el viento fuerte que abraza sus cabellos. Le tiene celos hasta el aire que la toca toda, cada momento. Está ahogado en el mar violento de la soledad cuando piensa que ya transcurrieron tres poemas y dieciséis canciones, cinco mañanas en ayuno, un almuerzo lleno, la cena por dormir y la madrugada del sábado con abstinencia. Piensa en ella. La recuerda alegre y eso lo ahoga. Se olvida de respirar porque su cabeza enferma se queda con el aire que le sobra en ése segundo de la historia sin fin, de los lazos que no los unen, del día que llena otro día que llena otro mes en el año lunar del calendario salvaje. Y se va, apenas llega el oxígeno se va. Revuelve su sangre, sus neuronas, acaricia sus pulmones pero nada de lo que haya tocado permanece puro porque esa es la fragilidad del universo y es también su mayor poder alterno: el cambio que cuando exhala vomita dióxido de carbono.
Se distrae mirando por la ventana. El día es gris y llovizna. Reflexiona sobre el carancho negro que sobrevuela el valle. Deduce que es el acecho constante e ineludible del miedo que le recorre cada arteria averiada del insensible corazón con el insólito deseo de la calma. La calma del niño agitado y travieso que envía señales a su cerebro, que le pide que reaccione, que por favor haga algo. Pero pobre niño, está preso de ése encierro corpóreo que tiene murallas de piel humedecida imposibles de traspasar. Y se enciende en él la alarma del refugiado que, condenado a muerte, busca libertad imaginaria. Camina por todo el pasillo, por toda la casa, por toda su habitación. Por las paredes, por los techos, por el alambrado, por los muebles. Pero no está, ella no está. No la encuentra, no la va a encontrar nunca.
Entonces apoya su cuerpo en el suelo plano, cubre su rostro. Se lamenta, quiere llorar. Abraza sus piernas, se lamenta de nuevo. Está por llorar. Sufre por dentro -y por fuera- y se lamenta, sin llorar.
Recorre el pasillo sin luz, vuelve a la cama de sueños oscuros y se pasea por el abismo llano de una vida sin proyectos, le tiemblan las manos y tiene amarga la boca. El aire que le falta no quiere regresar a las vías respiratorias. Se ahoga mientras se refugia en un costadito de su alma. Tose fuerte, carraspea y tose otra vez. Se siente ir, se siente morir. Pero el lugar suyo sigue ocupado y no se va. No se muere porque es domingo y de los domingos nadie, absolutamente nadie, puede escapar.

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