El peso muerto de las palabras
La noche congela mis huesos. Me abriga una copa de vino malbec de una bodega local. Al levantar la vista mi nariz es capaz de respirar hasta la vía láctea, por ello distingo con total facilidad estrellas fugaces, titilantes, luminosas. Entiendo, de inmediato, lo insignificante que debo parecer en esta fogata desde el inmenso cielo azul. Enciendo un cigarrillo sólo para verlo consumirse porque el tiempo también es tabaco, y se disipa y no regresa. Se acerca, contento. Tiene ésa sonrisa pícara en la cara. Todavía no se lo dije, no sé cómo hacerlo. -¿Sentís frío, amor?- me abraza cariñosamente por la espalda y me da dos besos suaves en la nuca, después apoya su mentón en mi hombro izquierdo y mira el fuego arder, conmigo. -Estoy bien, ¿vos? -Muy bien, me gusta que hayamos venido. ¿Viste que fue una buena idea? -Sí, amor. Siempre tenés buenas ideas- giro y le beso los labios. Me abrazo a él con fuerza, y miento – te quiero.