Esteban
Juega
con la cajita de cigarros. Un golpecito, dos…y tres. Finalmente el cigarrillo
sale al exterior. Lo toma con sus manos y recorre lentamente el papel que
envuelve el tabaco. Lo enciende, tranquilo. Según el reloj de pared el próximo
tren llegará en poco más de 40 minutos y él permanece sentando en una banca
sucia y vieja al costado de las vías.
Alguien lo observa desde atrás, alguien que esconde su rostro en las pocas sombras artificiales que aún muestra la noche justo antes de partir, pero sus ojos brillan rojos como excedidos de la luz de algún flash, como contaminados por alguna sustancia ilegal y traspasan vorazmente la distancia efímera que los separa.
Justo antes de la última pitada, el tipo de la oscuridad se le acerca y con tono firme pero amable le pregunta:
Alguien lo observa desde atrás, alguien que esconde su rostro en las pocas sombras artificiales que aún muestra la noche justo antes de partir, pero sus ojos brillan rojos como excedidos de la luz de algún flash, como contaminados por alguna sustancia ilegal y traspasan vorazmente la distancia efímera que los separa.
Justo antes de la última pitada, el tipo de la oscuridad se le acerca y con tono firme pero amable le pregunta:
-¿Me darías fuego?
Sin siquiera levantar la vista para mirar quién le habla,
el joven desaliñado arroja lo que queda de su cigarrillo al suelo y lo pisa
para apagarlo.
-No tengo fuego.
-En tu camisa, ahí tenés el encendedor.
-No, no tengo fuego.
-Tu actitud me recuerda a mi vieja, me mentía para
cuidarme. No quería que fume, decía que me iba a hacer mal, que me iba a
enfermar como ella.
-No soy tu vieja, y no tengo fuego, y no te conozco, no
sé por qué me contás.
-A mi no me importaba lo que ella decía, y mirá como son las cosas que ahora la extraño. A ella, y a todas las cosas de mamá, la cocina, los retos, las charlas, los juegos.
-A mi no me importaba lo que ella decía, y mirá como son las cosas que ahora la extraño. A ella, y a todas las cosas de mamá, la cocina, los retos, las charlas, los juegos.
Cuando dijo “juegos” se rascó la barba con un gesto
molesto, con una mezcla de incomodidad e impaciencia, es evidente que no tiene
ganas de charlar pero el extraño insistía en entablar diálogo.
-Esteban me llamo. ¿Te molesta darme lugar?- y sin
esperar la respuesta se sentó a la par, obligando a César a moverse un poco para
mantener ésa distancia recomendada que hay que tener con los desconocidos.
Y Esteban continuó:
-Mi mamá me decía que ésa mujer no era para mí, que
íbamos a terminar mal, que la deje.
Fue allí que por primera vez César levantó la vista para mirar al extraño y le preguntó curioso:
-¿Y la dejaste?
-¡Claro que no! ¡Cómo la voy a dejar si yo la amo! Me
hacía mal… pero la amo.
-Tomá- dijo al tiempo que le pasaba el encendedor-
contáme más.
-Bueno, y se murió.
-¡¿Tu mujer?!
-¡No! Mi mamá. Del cáncer, del cáncer que le dio por
fumar como condenada estos cigarrillos de mierda.
-Ah, si… ¿y tu mujer? ¿Qué pasó?
-Mi mujer la cuidó hasta que dio el último suspiro, con
la quimio, con los rayos, le dio de comer, la bañaba, para todo estuvo. Hasta
la mierda le limpiaba. Aún así, nunca la quiso.
-¿Tu mujer a tu mamá? O ¿tu mamá a tu mujer?
-Ninguna a ninguna. Pero supongo que la cuidó por mí, yo
no iba a limpiarle el culo a mi vieja, no está bien.
Entonces un silencio ensordecedor. Sólo se escucha a lo
lejos el ruido de algunos autos que pasan por la autopista y el cantito
chocante de los pájaros madrugadores.
-Yo soy César- y le tendió la mano.
-Yo Esteban, un gusto.
-Sí, ya me dijiste. ¿Qué estás esperando?
-Y el tren, como vos.
-Yo no espero el tren. Mirá – dijo señalando con el dedo
hacia el frente -¿Ves ése árbol que está ahí, cruzando las vías? El más grande
de los 3, el del medio.
-Sí.
-Bueno, yo sabía que no la tenía que dejar subir tan alto
pero ella insistió: “Dale papi, ¡dejáme subir! ¡dejáme subir que quiero verte
como el sol!”. Con eso me convenció, viste como son las niñas. “Tené cuidado,
no te vayas a caer”. Y fue subiendo, despacio, alejándose de nosotros.
Superando las ramas una por una y ya en la copa del árbol me gritó “¡Papi! Soy
un pajarito. ¡Puedo volar!”
-¡Qué lindo!, ¿le sacaste una foto?
-No. La maté.
-¡¿Qué?! ¿A tu hija?
-No, a mi mujer. La muy hija de puta me engañaba, siempre
lo hizo. Estaba conmigo por la plata, por la de mi mamá en realidad. Pero yo la
amaba, no la podía dejar.
-¿Cómo que la mataste? ¿Ahí? ¿Delante de tu hija?
-Cuando Jazmín se trepaba al árbol no le quité la mirada
de encima, ni un segundo. Tenía miedo que se caiga. Tenía un mal presentimiento
y justo le sonó el celular.
-¿A tu hija?
-No, a mi mujer. Le sonó el celular a esa hija de puta,
se olvidó silenciarlo y yo lo escuché. “¿Quién es? Decime quién es” pero no me
respondió. Se quedó muda, inmóvil, igual que la última vez que la descubrí. No
dijo nada, ni una palabra.
-¡¿Y qué hiciste?!
-¡La maté te dije! Me enfurecí. Le di un golpe seco con
el puño y la asfixié con estas manos, la miré a los ojos hasta que ella cerró
los suyos. No hizo nada de fuerza para detenerme.
-¿Y tu hija?
- Mi hija voló, “soy un pajarito papi”. ¿Sabés algo?
Cuando agarré el celular, el mensaje que le llegó era de mi hermano:
“Te aviso a vos porque no sé cómo va a reaccionar
César. Mamá murió. Avísale, por favor y vengan a casa”
De golpe, el tren. La campana anunciando el inicio de una
nueva hora y la enfermera de siempre se acerca con la medicación y un vaso de
agua.
-¿Otra vez hablando solo, Esteban? Vamos adentro, que el
doctor te espera para tu control.
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