El desayuno
Pienso que, si estaría dentro de mis posibilidades, te
prepararía dos tostadas por las mañanas. Untaría en ellas el queso blanco y
alguna mermelada que sea de tu agrado. Exprimiría tres o cuatro naranjas dulces
que seguramente habría elegido con minuciosa atención durante la tarde en la
frutería de la esquina. Batiría tu café. Sí, lo batiría y agregaría con precisión
esa media cucharadita de azúcar que es la cantidad que te gusta. El agua hirviendo reposaría unos minutos, no
sería agradable quemarte los labios tan temprano. No, al menos, si no fuera con
un beso. Dispondría, también, unas seis rodajas finas de manzana roja que serían
puestas en forma de flor dentro del
platillo pequeño que colocaría al lado del tazón del café, en frente de las
tostadas con queso y tu mermelada favorita. Una cucharilla y el pote de azúcar,
por si te apetece endulzarte más la vida. Y una servilleta de papel, claro, para que ninguna mancha se atreva a estropearte
el rostro. Todos estos objetos, organizados sobre la bandeja de madera que
compraría especialmente para acercarme a tu cama, que sería nuestra cama, y de
ése modo no tendrías que abandonar el calor de las sábanas para empezar la
mañana. Pienso que, si estaría dentro de mis posibilidades, te prepararía un
desayuno sabroso todas tus jornadas. Y me acercaría antes que suene tu alarma
para ser yo el responsable de invitarte a un nuevo día, y tal vez, si es que
tengo suerte, mi premio sería una sonrisa.
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