Cómo matar a un gallo
Tengo serios problemas de
conducta. Mi maestra de jardín de infantes ya los había detectado en la sala b
del Instituto San Agustín. Cuando llamaron a mis tutores legales para avisarles sobre mi mal comportamiento supusieron que ellos serían los encargados para encauzarme
nuevamente en el orden natural en el que se prescriben las cosas: el
crecimiento y formación de las personas adultas, por ejemplo; el interés por
temas y juegos acordes a mi edad, como otro ejemplo.
En el Instituto San Agustín me
enamoré por vez primera. Santiago fue uno de mis compañeritos durante aquel
ciclo lectivo. Yo, que en ése entonces, nada sabía de la vida, mucho menos sabía sobre el amor, no lo
entendía claramente pero hoy, décadas más tarde puedo afirmar que Santiago fue
el primero. Cuando llamaron a mis padres
fue para anoticiarles sobre esos problemas de conducta, resulta que estaba mal
visto que un niño de 5 años persiga a otro niño por todos lados, simplemente
porque sentía que con él -y sólo con él tenía ganas de jugar-. Mis padres,
fieles devotos de la virgen de los Remedios, se comprometieron a ocuparse del
asunto y encauzar a su hijo. Primero fue un diálogo, después el asesoramiento
con profesionales de la salud, terapias individuales, grupales, cadena de oraciones,
promesas, etc, etc, etc. A todo esto pasaron los años y dejé de ser un niño, y
como era de esperar, aquel problema de conducta permanece intacto inclusive
hoy, 20 años más tarde.
Salvando ínfimos detalles, mi
niñez y mi adolescencia no fueron malas. Es decir, aprendí a esquivar con total
soltura ciertos temas, a evadir ciertas preguntas y a evitar algunas compañías
que podrían causarme molestias innecesarias. Claro que sufrí algunas
situaciones que aún recuerdo con pavor. Habrá sido mi singular forma de hablar,
o los movimientos delicados de mis manos,
mi forma de pararme, no lo sé. O simplemente porque los demás, los
normales, saben de algún modo quiénes no lo son. Entonces desde pequeño me
llamaron “puto”, “marica”, “chupa pija”.
Como el puto era tan marica para
irse a las manos con estos normales que lo insultaban, solucionaba el tema
chupando pijas. Ya desde muy chico me di cuenta que los normales tan normales
no son, pero sobre todo son unos hipócritas.
Si, guardé cierto rencor durante
un tiempo. Pero a medida que uno crece prefiere aceptar lo que le toca y trata
de hacer la vida más llevadera. Mis papás nunca entendieron, mucho menos
aceptaron mi problema de conducta. Yo, simplemente, me alejé paulatinamente de
ellos, y ellos, lejos de retenerme, también se alejaron. No hay rencores con
mis padres, eso no. Pude entender a tiempo que el amor tiene diferentes formas
de expresarse, y que aunque no hayamos sido lo que esperábamos el amor podía
permanecer intacto, porque las opiniones uno las forma con la cabeza pero el
cariño lo moldea con el corazón. Cada tanto, muy cada tanto, llamo por teléfono
para preguntarles cómo están, y para decirles que yo estoy bien. Uso con ellos
un tono de voz más grave que con los demás, creo o quiero creer que es un acto
de amor, ellos también lo merecen.
Vivo hace algunos meses en un edificio en
construcción. Es del padre de un amigo, tiene 3 pisos de los cuáles 2 están
habilitados, a mi me rentaron el primer departamento terminado. Me gusta la
idea de que mi casa sea siempre distinta. Me voy a la mañana y cuando vuelvo de
noche ya está modificada, o le pintaron las rejas, o pusieron barandas en las
escaleras, o habilitaron otro departamento. No me atormentan los cambios, por
el contrario, siempre me resultaron entretenidos. Creo que nada es para siempre,
y llevarse bien con eso es un punto a favor en un mundo donde a los putos nos
quieren por hora, y después nos olvidan, nos desechan, nos matan. Nada es para
siempre, no hay un cariño que dure tanto. Ni siquiera nosotros duramos tanto.
Pero si hay algo que dura poco, poquísimo, es el afecto a un puto. Nos quieren
por distintos, nos quieren por valientes, porque nos animamos a ir en contra de
lo que todos los demás esperan. Nos quieren porque aceptamos que queremos ser
otra cosa, y vamos por la vida derrochando alegría en vez de lágrimas. Nos
quieren porque nos animamos, porque en algún momento de nuestras vidas
simplemente decidimos que no queríamos ser esclavos de imposiciones externas,
que queríamos caminar a paso firme y en tacones altos mostrando, mostrándonos a
nosotros, que estamos orgullosos de ser quienes somos. Y eso, hoy por hoy, resulta un poco romántico, bohemio, atractivo. Más de una vez me abracé a un tipo que llorando me confesó su
infelicidad, que no amaba a su mujer, que me quería a mí, que el problema son
sus hijos, que cómo iba a hacer… bla, bla, bla. Después, al mismo tipo que tuve
en mis brazos me lo encontraba en la calle, de día, él de la mano de su señora,
girando rápidamente su cabeza para evitar mirarme. Y yo, yo… nada.
Nada es un concepto tan abstracto
pero demoledor que simplemente no merece ser mencionado, a los putos nos aman
por hora, pero nunca somos suficientes. Entonces sí, entonces nada. Lo bueno de
ser tan basureados es que en un momento, el escombro es tanto que estás más
alto y desde arriba se entienden las cosas de modo diferente. A los putos nos
aman por hora y estamos acostumbrados, pero decíme vos… decíme una cosa, ¿vos
sabés algo del amor? ¿del bueno? ¿a vos te quieren porque tenés plata? ¿te
quieren porque terminaste una carrera? ¿te quieren por tu prestigio? ¿te
quieren porque te sacas fotos en pelotas y levantás las pijas de los calentones? ¿te quieren porque sos buena cogiendo? ¿te quieren por tu fama? ¿te
quieren porque ganas trofeos? ¿te quieren por qué? ¿Porque sos buena gente? ¿te
quieren en serio? ¿te basta? A mi me quieren por horas pero me quieren por ser
quién soy y eso no tiene precio. El precio que le pongo es simbólico, para que
paguen, después se vistan y se vayan. ¿Y a vos? ¿te quieren por ser quién sos?
Al que no quiero porque no sabe
nada de las horas ni de la puntualidad es al gallo del frente. Mi vecino, un
herrero, tiene un gallo que no tiene idea sobre el tiempo. Canta tantas veces quiere, a
la hora que quiere. A las 2, a las 5, a las 11, a las 15, a las 20…. Pero nunca
canta a las 7.
Los días de resaca lo odio, juro
que lo odio. Me acerco a la ventana y mientras tomo 100 litros de agua lo
observo. Pienso “te quiero matar” y elaboro planes, algunos rebuscados, otros
más sencillos, para concretar mi deseo, para llevar a cabo el homicidio del
gallo. De algún modo, así, la resaca se vuelve más llevadera, y hoy por hoy
hasta le tengo cierto cariño al gallo sin horario, supongo que el tema de las
horas, y el hecho de ser una marica me ablanda un poco el corazón y que se yo,
lo terminé queriendo… hasta hoy.
Esta madrugada pasó algo que no
tendría que haber pasado nunca, o sí. Estaba en casa, con uno de mis
amantes oportunos, tomando whisky y escuchando temas de rock. Ya habíamos
cogido, 2 o 3 veces, ya había perdido la gracia y yo simplemente quería que se
vaya. Pero mi tipo normal no quería irse, quería más. Entonces no tuvo mejor
que idea que forzarme, puto pero fuerte pude detenerlo, aún así me golpeó
varias veces, tan fuerte que me sangraban los labios y me lloraban los ojos.
Nunca voy a entender por qué los hombres, los normales, necesitan poseer para
sentirse fuertes, inclusive en contra de la voluntad del otro.
Una semana atrás, en medio de mi
resaca había elaborado un plan simple para matar al gallo:
1) Me
acerqué a él lo más despacio posible, me camuflé en su hábitat sin que note mi
presencia.
2) Tiré
las sobras de mi cena, como si se tratara de un ritual de ofrenda.
3) Mientras
el gallo picoteaba su alimento yo lo golpeé con mi paleta de paddle, fuerte y
seguro para que pierda el conocimiento.
4) Con
una de mis medias de red le envolví el cuello para asfixiarlo.
5) Aguardé su muerte y canté victoria.
Una vez muerto, lo vi ahí,
tendido en el piso, con sus plumas todas sueltas, y los ojos bien abiertos,
enormes como un par de huevos fritos, y pensé “ya nunca más vas a cantar fuera
de hora, hijo de puta”.
Justo allí, el gallo del frente
volvió a cantar como recordándome lo atroz de mi tormento, había matado a un
normal que quiso violar a un puto, pero es el puto el que termina preso.
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